Explorando con Ojos Nuevos una Vieja Pregunta
“¿Por qué prosperan los malvados? ¿Por qué viven tranquilos los traidores? Tú los plantas, ellos echan raíces, crecen y dan fruto. Te reconocen con sus labios, pero tú estás lejos de su corazón.” — Libro de Jeremías
La pregunta de porqué existe el sufrimiento si Dios es bueno ha sido una piedra en el zapato que durante milenios ha incomodado a ateos, agnósticos y creyentes por igual. Y la pregunta ha llevado a muchos ateos, agnósticos y creyentes a dudar —o directamente a negar— la existencia de Dios.
Parece contradictorio creer en un Dios bueno cuando siguen existiendo las dictaduras, las hambrunas, la violencia familiar, las ciudades contaminadas, los homicidios, las guerras, la inequidad económica, la devastación ambiental, las catástrofes naturales...
A la luz de realidades como estas, algo de razón tuvo el teólogo católico Raymond E. Brown afirmando que a veces pareciera más fácil creer en el diablo que creer en Dios.
En importantes sentidos, por supuesto, todavía no tenemos una respuesta satisfactoria. El mal sigue siendo una tragedia así como sigue siendo un misterio.
Aun así, la pregunta resurge cada vez que nos topamos con las fuerzas de la oscuridad dentro de nosotros y a nuestro alrededor...
Ante esto, la respuesta tradicional de diversos teólogos a lo largo de los siglos ha sido que el mal existe a causa de la rebeldía humana: como consecuencia de darle paso a la oscuridad que se reviste de luz, prefiriendo obedecer la voz endulzada de una serpiente en lugar de seguir la apacible voz del Altísimo creador.
Pero esto deja otra pregunta sin contestar: ¿por qué, entonces, creó el Altísimo un universo en el que existan la oscuridad y las fuerzas del mal simbolizadas por una serpiente?
¿Ignorar la Cuestión?
“El mal podrá seguir siendo un misterio," responderán algunos creyentes, “pero lo que importa es que Dios lo destruyó en la cruz, triunfando sobre al pecado y a la muerte.” La afirmación a pulmón abierto de los apóstoles fue que Jesús “murió por nuestros pecados”, llevando sobre sí mismo nuestro sufrimiento y las consecuencias totales de nuestras malas acciones, nuestros fracasos, y nuestras maldades personales y colectivas.
Por más cierto que eso sea, hay algo más. Si reconocemos junto con los apóstoles y con los evangelistas que Jesús aceptó la cruz de forma voluntaria —y si concedemos por un momento la igualdad de Jesús con el Altísimo Dios (sea lo que fuera que esa igualdad signifique e implique)—, ¿será la crucifixión entonces un acto de responsabilidad divina... e inclusive de obligación divina?
Podrá sonar extremo afirmar que la crucifixión es un acto de suicidio divino; una muerte auto-impuesta por el Hijo de Dios en nombre de la humanidad. Pero ¿qué tal si, de cierta manera, sí lo es?
“A la bestia la adorarán todos los habitantes de la tierra, aquellos cuyos nombres no han sido escritos en el libro de la vida, el libro del Cordero que fue sacrificado desde la creación del mundo.” - Libro del Apocalipsis
Según la teología del autor del Apocalipsis, del Cuarto Evangelio, y otros escritos del Nuevo Testamento, la crucifixión fue una muerte prevista desde antes de la fundación del mundo. Fue una muerte reservada para el Cordero de Dios —para que Dios mismo pagara con justicia por las injusticias— pero también una muerte necesaria por haber puesto en movimiento un universo que alberga a personas mortales como usted y como yo...
Personas como usted y como yo que somos seres miopes, conflictivos, imperfectos, codicionsos, a menudo malvados... y, sin embargo, dotados de un grado importante de libertad...
Personas que tenemos la libertad para amar pero también para herir; libertad para cuidar y proteger, pero también para poner obstáculos ante el bien, para acumular cuando otros pasan hambre, para destruir los tesoros del mundo natural, para asesinar, para permanecer mudos e indiferentes ante maldades como estas…
Personas que no tenemos otra opción más que haber nacido en un universo en el que la oscuridad, la corrupción, la muerte y el instinto animal habitan en nosotros y nos preexisten. (Recordemos del Libro del Génesis que el “vacío” y la “oscuridad” ya existían antes de la llegada de la humanidad y de la misma serpiente.)
El Precio de la Libertad
¿Es entonces la crucifixión la consecuencia inevitable que Dios tuvo que asumir por la libertad… por nuestra libertad… pero a causa también de su propia libertad?
Podríamos decir de manera figurada que el Altísimo dio “un paso atrás” para abrirle espacio a la libertad. Y fue ese paso atrás el que le dio lugar a una especie de vacío universal; a la existencia del abismo; a la oscuridad entendida como la ausencia de luz. Por más indeseables, el mal y la oscuridad son entonces las condiciones necesarias de un universo cuyo ADN está entrelazado con la libertad “de principio a fin” (tomando prestada la frase de Freedom All The Way Up, del ingeniero-filósofo canadiense Christopher Barrigar).
Si ese es el caso, parece entonces que la libertad que el Altísimo instauró en el universo, de cierta forma obligaría a Dios mismo a asumir incluso las consecuencias máximas del peor de los males: una muerte cruel; el tipo de muerte que algunos o muchos humanos continúan infligiendo a otros humanos mediante la tortura, la guerra, el asesinato, la injusticia sistémica, la pobreza creada económicamente, el sicariato.
Fiel a ese plan —y fiel a esa libertad— el Altísimo se entregaría entonces a la cruz por puro amor, sí, pero también por una cuestión obligación moral y de deber divino.
Si Dios es de hecho un Dios que ama libremente —y si Dios ha creado el cosmos de forma voluntaria en un acto de libertad pura y de amor desmedido—, entonces parece ser que la justicia divina y el carácter de Dios le dejan sin otra opción más que aceptar la muerte, libre pero obligadamente, y así asumir las plenas consecuencias de haber creado todo en libertad.
De ahí que Dios pagaría por “los pecados de la humanidad”... pecados que no son culpa de Dios, pero sí son —en última instancia— su responsabilidad. “Esta cuenta, va a mi nombre.”
“Voy a actuar, pero no por ustedes, sino por causa de mi santo nombre, que ustedes han profanado entre las naciones por donde han ido.” - Libro de Ezequiel
Encarando las Consecuencias
Si hay algo de verdad en lo que he afirmado hasta el momento, la cruz del Cordero inmolado es la precondición divina de la creación del mundo, y no una mera consecuencia del pecado humano.
En la cruz, el Dios Altísimo finalmente se puso de pie y se hizo presente para enfrentar la justicia —sí, de manera voluntaria— pero obligado también a permanecer fiel hasta el final a la esencia de su Ser. Los lazos inquebrantables de la integridad divina ataron a Dios a tomar acción de la manera más radical, costara lo que costase.
La crucifixión del Dios-Hombre fue, por lo tanto, el momento de enfrentar las consecuencias más plenas y definitivas de haber creado un mundo en amor y libertad. Parafraseando al teólogo alemán Jürgen Motlmann, en la cruz, el Dios-con-nosotros asumió las más viles consecuencias que merecen quienes perpetúan el más vil entre los males, al mismo tiempo que se hizo plenamente solidario con aquellos oprimidos y maltratados por lo peor del mal mismo.
Al haber abierto el espacio para que la libertad estuviera plasmada en el lienzo del universo, Dios-en-la-carne se llegaría a convertir de manera voluntaria en un siervo y a la vez en un esclavo… “hágase tu voluntad y no la mía”... en un esclavo a su promesa, en un esclavo a su carácter, en un esclavo a la esencia misma de su propio Ser.
Previo a originar el universo y darle lugar a una existencia ordenada pero a la vez libre, salvaje e indomable, el Altísimo debió de ponderar algo como esto: “Si voy a entretejer la libertad en la mismísima fibra del universo, tendré que hacerme responsable y asumir las consecuencias más plenas de que exista esa libertad... hasta el punto mismo de sufrir una muerte cruel, de ser necesario. Y así lo haré.”
Sin más que especular, resuenan aquí las palabras del apóstol Pablo:
¡Qué profundo es el conocimiento,
la riqueza y la sabiduría de Dios!
¡Qué indescifrables sus juicios
e impenetrables sus caminos!
«¿Quién ha conocido la mente del Señor
o quién ha sido su consejero?».
«¿Quién primero dio algo a Dios,
para que luego Dios le pague?».
Porque todas las cosas proceden de él,
y existen por él y para él.
¡A él sea la gloria por siempre! Amén.
Eduardo Sasso es Máster en Teología Interdisciplinaria y el autor de Remix de Cristo, un libro explorando el mensaje de Jesús de Nazaret para el mundo de hoy.
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