Porqué Herodes quiere que cantemos el villancico — y porqué no hay que hacerle caso.
¿Quién es el niño en el pesebre, cantado y celebrado a través de los siglos con canciones conmovedoras que han resistido la prueba del tiempo? Igual de importante: ¿qué relevancia puede tener el bebé ante los desafíos a los que nos enfrentamos en el siglo XXI?
Abriendo un camino lleno de baches respondiendo la primer pregunta, las primeras páginas del Nuevo Testamento nos presentan la genealogía del recién nacido. De acuerdo a Mateo, el escritor del primer evangelio, el bebé no era más que un descendiente de Rut, una moabita que no tenía la sangre azul de un israelita; de Tamar, una mujer sin la mejor reputación; de Rahab, una prostituta; de David, rey adúltero y asesino; de Salomón, rey sabio pero igualmente amante de la riqueza, el poder y las concubinas.
Con tales personajes Mateo decidió comenzar su testimonio. Sus primeros oyentes lo habrían comprendido de buenas a primeras: este nuevo rey nacido en Belén no tenía sangre real ni tampoco linaje pristino. Desde la cuna hasta la tumba, Mateo testificó que el recién nacido no cumplió del todo con los caprichos y antojos de lo que las mayorías hubiera anhelado. Pero, sobre todo,de buenas a primeras el evangelista dejó en claro que este nuevo rey en definitiva no era lo que el entonces rey Herodes el Grande se esperaba.
El político conspira
Cuando escuchó por primera vez acerca el niño, Herodes estaba “asustado”, nos dice Mateo; tanto que reunió a sus inteligencias aliadas y organizó un servicio secreto improvisado para averiguar sobre el supuesto nuevo gobernante recién nacido.
En el pasado, cualquier buen israelita conocedor de los libros de la ley y los profetas sabía que las dinastías herodianas no eran auténticas. En cambio, la esperanza común era que un verdadero descendiente del linaje de David habría de venir a reclamar el trono y reemplazar a los reyes falsos. De ahí que todos sabían que Herodes era un impostor; un rey títere que obedecía a los romanos; un ególatra jactancioso que no se preocupaba por la gente, como Ezequiel y otros profetas habían predicho que lo haría el verdadero pastor.
Pero allí estaba, “asustado” el pobre, confrontado por una visita inesperada de sabios del Oriente que preguntaban por el rey de los judíos.
¿De qué tenía miedo Herodes, si el que nada hace, nada teme?
El problema, desde el principio, era uno de poder; de quién estaba a cargo: ¿Herodes, o el supuesto nuevo rey, llamado Jesús? Y el asunto también era confrontación: un rey diferente implicaba problemas —al menos para algunos— y ciertamente para el “Grande”.
Una estrella distante había brillado de forma intensa; con demasiada fuerza hasta el punto de atraer a gurús astrales desde lejos, que venían con ansias de visitar al recién nacido tan esperado. Si bien los pastores se deleitaron con asombro y los reyes sabios hicieron lo mismo, esta no fue una noche de dulce ni tranquila para el infante del pesebre ni para Herodes del palacio. Herodes sabía en sus adentros que sus días estaban contados. Y, esta vez, lo arremetió el miedo.
En palabras del historiador N.T. Wright, esta fue la noche del bebé más peligroso; la irrupción de la Era cuando Emmanu'el (‘Dios con nosotros’ en hebreo) finalmente derrotaría a todos los enemigos y reclamaría el trono ancestral del rey David. C.S. Lewis lo dijo bien: aunque era noble, Jesús era peligroso. Nacido en la inmundicia, su reino eterno de paz vendría a la tierra y su reinado redentor de justicia universal no tendría fin.
Las buenas nuevas de Jesús fueron un in-your-face para Herodes —y para el César—. Si bien el bebé hizo a los ángeles cantar, también puzo a los políticos a temblar.
Trucos en la oscuridad
Herodes, entonces, decidió trabajar en secreto. Queriendo, según él, conocer al niño para rendirle homenaje, en el fondo lo quería muerto.
“Muéstrame dónde está para que yo también pueda adorarlo”, le dijo a los sabios, encantador y astuto como la serpiente de antaño.
Pero el ángel de Jehová Dios introdujo un virus al sistema de vigilancia, aconsejando a los reyes paganos que hicieran lo contrario. Se llenaron de alegría al llevar oro, incienso y mirra al recién nacido, pero a Herodes lo dejaron con las manos vacías.
Como cualquier otro tirano, el “Grande” no pudo soportar la trampa que le jugaron los forasteros. El impostor estaba intoxicado de rabia y lleno de celos.
El Dios de los humildes, después de todo, habla en sueños a quienes le temen, si bien esos sueños terminan siendo una pesadilla para quienes lo resisten.
Sin duda lo fue para Herodes. Las buenas noticias para los pobres significaron malas noticias para este rico. Y el Grande no pudo contenerse. Chichoso y enfurecido como un niño, quería al bebé muerto. No se arriesgaría: ningún judío, ningún infante de Belén, ningún ser humano en la faz de Galilea o Judea iba a arrebatarle el trono.
Como títere de Roma, el Grande no quería nada de eso. Herodes quería una noche de paz y una noche de amor. Herodes haría todo lo posible para desviar las promesas de antaño que vislumbraban el momento cuando Jehová Dios enviaría un rey justo para pastorear al pueblo de Israel.
Careciendo de ojos para ver y oídos para oír, todo lo que tenía el Grande era una ceguera causada por la fama y un deseo de poder alimentado por la fuerza. De ahí su decreto ejecutivo:
“Córtales el cuello. ¡A todos! Quiero muertos a todos los recién nacidos.”
El reinado de Dios y el imperio del faraón
Entra entonces en la memoria el faraón, aquel gran rey de Egipto. Se vienen a la mente de igual forma los esclavos hebreos a quienes el faraón vio como una amenaza para su imperio. Atormentado por el tipo de pesadillas que a menudo acechan a los gobernantes no calificados, al igual que Herodes el superlord egipcio también había hecho sus apuestas por la Operación Infanticidio, queriéndo muertos a todos los bebés de los hebreos.
Pero ahora, en Belén, las probabilidades eran mayores. Y con Herodes siguiendo los pasos del faraón, ¿no estaba Jerusalén imitando a Egipto, la ciudad milenaria que llegó a representar la impiedad y las semanas de siete días de trabajo arduo y tendido?
Cuando Jehová Dios se le apareció a José en un sueño, con certeza el Todopoderoso consideró más seguro que la sagrada familia huyera hacia el sur. Los vientos habían cambiado: por lo visto, Egipto era ahora más seguro que Jerusalén. Y por eso huyeron María, José y el niño Jesús, exiliados hacia Egipto, el equivalente de Wall Street en el mundo antiguo.
El Altísimo temió por sus vidas. Y, siendo campesinos de la provincia empobracida de Galilea, ellos también. Si la amenaza de perder su trono había llevado a Herodes a encarcelar y matar a muchos de sus propios hijos, María y José solo podían imaginar lo que el Grande podría llegar a hacerle al hijo de ellos. La tiranía suele aplastar a la piedad; o dicho en inglés, tirany often trumps piety.
Pero, lejos de velar por su bienestar, quizás el Dios del Éxodo tenía algo más entre sus planes...
La tradición fundamental, remixiada
El Libro de Deuteronomio insistía en el meollo del asunto. Habiendo sido subyugados en su momento por el dedo del faraón, la sociedad alternativa que los israelitas se vieron llamados a crear habría de ejemplificar el cuidado de Dios por las naciones vecinas:
Porque el Señor tu Dios es Dios de dioses y Señor de señores, el Dios grande, poderoso y temible, que no hace acepción de personas ni acepta sobornos. Él defiende la causa de los huérfanos y de la viuda, y ama al extranjero que reside entre ustedes, dándoles comida y vestido. Y amarán a los extranjeros, porque ustedes mmismos fueron extranjeros en Egipto. (Deuteronomio 10:17-19)
Avancemos rápidamente hacia la Palestina del siglo I, con el foco de atención recayendo ahora sobre el recién nacido fuera de lugar. ¿Qué mejor manera de ejemplificar las leyes de Moisés que hacer suyo el camino de las y los marginalizados? ¿Qué mejor manera de comprender el destino de un extranjero que convertirse en uno él mismo?
Quizás Emanu-el —el Dios-con-nosotros, paciente y compasivo— quizás ese Dios permitió que Jesús el hijo experimentara en carne propia la vida de un refugiado político, viviendo como extranjero en tierra ajena. Si bien durante su vida Jesús encarnó la compasión activa del Dios Altísimo hacia los indigentes, la saga del nacimiento de Mateo narra la impotencia de Jesús en los brazos mismos de sus padres.
Démosle a los evangelios el crédito que se merecen y redescubramos al Dios que se toma la condición humana tan en serio hasta el punto de romper todos los límites de la posibilidad al encarnarse en un don nadie de Nazaret. Y de ahí topémonos con el Dios-con-nosotros sumergiéndose en la noche oscura de la persecución y del exilio político. Y topémonos con Jesús, el extranjero fugitivo que hace suyo el destino de las y los perseguidos.
Sin duda lloró esa noche mientras respiraba los suspiros desolados de María huyendo de Belén. Sin duda sintió la sangre martillando en el pecho de su madre mientras ella y José atravesaban el valle del peligro de la muerte.
La psicología contemporánea ha enfatizado cómo las primeras experiencias en la vida de una persona son profundamente formativas en su personalidad. Leamos de nuevo, entonces, el inicio de la vida del rey de los judíos y topémonos al Dios del Éxodo haciendo suyo en carne propia el destino de los excluídos. Desde su nacimiento hasta su muerte, el Nazareno no fue bienvenido. En palabras del erudito bíblico John P. Meier, Jesús fue un “judío marginal”; un casta baja, un don nadie, desde la cuna hasta la tumba.
Los últimos serán los primeros
Pero el Altísimo eligió lo que es tontería en este mundo para avergonzar a lo sabio; a lo débil del mundo para avergonzar al fuerte. Jesús interrumpió las canciones de paz sussurradas por el rey Herodes y sus aliados corporativos. Pero también fue celebrado por los evangelistas como quien se unía a las fiestas de los humildes y sencillos.
Sin poder decir una palabra, el niño Jesús fue así portador de las buenas noticias. De hecho, Jesús fue la buena noticia: el que nació marginado se convertiría en los brazos del mismo Dios que acoge a los excluídos. Como lo puso el teólogo alemán Jürgen Moltmann, el Altísimo desamparo a su hijo Jesús a tal destino para que, a través de él, el Altísimo se convertiera en el Abba de todos los abandonados. (Si hubieran tenido camisetas en ese entonces, quizás la más popular habría leído: “Jesús, amigo de los pobres y abandonados”, o “Jesús, el rey desamparado”).
A diferencia de Herodes, que dominaba a la gente con impuestos y con indiferencia, debió haber sido bastante fácil para Jesús abrazar y extender la bienvenida celestial a los don nadies. Siendo un casta-baja desde su nacimiento, debió haberle salido natural entablar amistad con la prole. Después de todo, el Nazareno se hizo famoso por partir el pan con los recaudadores de impuestos, con los leprosos, y con las doncellas y prostitutas.
No es de extrañar que les simpatizara. Y, para los que no somos de noble cuya entre nosotros, no es de extrañar que nos simpatize también.
Para nosotros hoy
La marginalidad de Jesús no es poca cosa en estos días cuando la mayoría de nuestros líderes políticos no reconocen los signos de nuestros tiempos. Para tocar solo un tema entre muchos, se pueden traer a memoria las costas inundadas del Caribe, las colinas secas del norte de África o los incendios forestales de California. Podemos recordar a los huracanes Otto, Irma y Katrina. Y luego podemos hacer cálculos, considerando que se estima que entre 600 y 800 millones de personas serán desplazadas por los efectos devastadores del cambio climático.
Si los líderes mundiales continúan adormecidos respecto a nuestra adicción a los combustibles fósiles, pronto una nueva categoría de refugiados (conocidos como “refugiados climáticos”) se convertirá en algo común en el Este y el Oeste, el Norte y el Sur. Y así con Bonhoeffer podemos concordar que guardar silencio ante tal mal es complicidad con el mal mismo.
¿Acogeremos al Cristo que huye, reflejado en el rostro estos refugiados climáticos? Más crucial aún, ¿nos convertiremos en hacedores de paz, trabajando para evitar el exilio climático en primer lugar?
Los refugiados bien pueden ser nuestros jueces, o a lo sumo nuestros profetas. Porque avivan el recuerdo de la verdadera Navidad y de todo lo que la Navidad debería representar. Porque su clamor igualará los gritos de aquella noche sin paz cuando Herodes, llamado el Grande, se trastornó porque Jesús, el nuevo Rey, nació por fin, a sabiendas de que no hay dos gobernantes que puedan sentarse en el mismo trono.
Créditos de las imágenes: Marc Chagall ‘El arbol de la vida’ (1973) ; Otto Dix, 'La masacre de los inocentes en Belén' (1960).
Eduardo Sasso es el autor de Remix de Cristo, un libro redescubriendo el mensaje de Jesús de Nazaret para el mundo de hoy.
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