“¡Ahora sí que se te zafaron los tornillos!”
Recuerdo que esa fue, tal cual, la frase que usó un excompañero de la UCR cuando se enteró que le estaba poniendo una pausa a mi carrera como ingeniero para ir a Canadá a estudiar una maestría en teología.
“Pues, diay mae, la verdad es que sí,” le respondí en el 2008. En ese momento me parecía una locura. Y todavía hoy a veces me pregunto por qué tomé esa decisión —sobre todo en una sociedad que valora menos y menos la moral, las humanidades, la filosofía, y el cristianismo en específico—.
Pero lo difícil de haber tomado la decisión no fue sólo enfrentarse a la chota o cuestionamientos constantes de amistades. Más bien, lo que requirió gimnasia interna considerable fue ir en contra de la voz de mi propio papá, a quien hoy recuerdo con estima y que en paz descansa.
Además de nunca haberse considerado alguien religioso, mi tata querido siempre se opuso de manera rotunda a las iglesias católicas y evangélicas y a la fe cristiana en general. Tal era la resistencia que repetidas veces me decía que ‘esa m____ ’ era para ‘los débiles’, para los ‘tontitos sin criterio’ a quienes les lavan el cerebro, para gente ‘corriente’ que no se cuestiona las cosas. En cierto momento me externó también que hubiera deseado que yo estudiara algo que le sirviera a la humanidad.
Mi decisión la llegó a interpretar como una traición a la familia. “¡Honra a padre y a madre!” me gruñó una vez, apelando en su criterio al quinto mandamiento de la ley de Moisés. El que yo estuviera abrazando la fe judeocristiana era, desde su punto de vista, un insulto al apellido, a nuestros antepasados, y a él mismo como figura paterna.
A veces pasaban meses de meses y no hablábamos. La inconformidad era tal que su silencio se convertía en un tipo de arma de represalia. El enojo llegó a ser tanto que en ocasiones me alzó la voz en público. Una vez en el food court de Plaza de Sol y la otra frente a un grupo de amigos míos en Barrio Escalante, al final de un cine-foro sobre el Código da Vinci.
“¿Cómo te atrevés a hacerle esto a la misma persona que te trajo al mundo?”, me dijo agitado y consternado, señalándome con el dedo.
Nunca se tomó a bien el que yo llegara a abrazar prioridades y formas de ver el mundo y vivir la vida bastante distintas a las que él tuvo.
Ante esto, viendo hacia atrás (y habiendo conciliado todas las tensiones que en su momento tuve con mi papá biológico), hoy me pregunto: ¿Qué me llevó a continuar en el camino de Jesús, yendo en contra de tal viento y marea? ¿De dónde encontré las fuerzas para anteponerme a una figura paterna que era casi siempre imponente y varias veces autoritaria?
La Puerta Angosta y la Sagrada Familia
Fue el llamado y el ejemplo del mismo Jesús lo que me llevó a seguir un camino distinto al que me inculcaron en mi casa. Viviendo todavía bajo la cobija económica de mi padre, en mi segundo año de universidad comencé a leer los cuatro evangelios por cuenta propia.
En ese entonces mis ídolos eran Michael Jordan y los Héroes del Silencio, pero recuerdo como el Jesús del que hablaban esos documentos me pareció un personaje iluminado, desafiante, fuera de lo normal. Alguien inspirador más allá de las convenciones y los instintos biológicos egoístas que nos caracterizan como humanos. Su llamado a perdonar a los enemigos, a ser hacedores de la paz, a no atesorar riquezas sino a compartirlas, a tener la inocencia de los niños, a resistir la opresión en todas sus manifestaciones (incluyendo la religiosa), a asociarse con la gente ‘incorrecta’, a buscar primeramente los caminos de Dios y su justicia —esto y más cautivó mi atención—.
Pero más allá, fue el llamado radical a ubicar a Dios y su reino por encima de cualquier prioridad y persona lo que me retó a cuestionarme ciertas prioridades y varias (no todas) de la creencias y valores que heredé de mi padre, de mi madre, y de mis amigos y dos familias.
El testimonio del primer evangelio me enfrentó a lo que implicaba esta disyuntiva:
«El que ama a padre o madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a hijo o hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí.» (Mateo 10:37-39)
A su vez, el tercer evangelio lo resumía de forma todavía más cruda:
«Si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre y madre, a su mujer e hijos, a sus hermanos y hermanas, y aun hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo.» (Lucas 14:26)
Amar a Jesús por encima de padre o madre sonaba difícil, aunque factible; pero “¿‘aborrecer’ a padre y madre… y a hermanos y hermanas… y su propia vida?” El llamado me chocó como extremo, irrespetuoso, antisocial, y —sobre todo— costoso. En una sociedad nominalmente católica y evangélica, ser un simpatizante de Jesús parecía fácil; sentarse en una iglesia una vez por semana, también. Pero ¿seguirlo, y a cuestas de todo?
No sólo me enfrentaba a tener que anteponerme a un papá autoritario, sino también a cuestionar y dejar atrás las prioridades y enseñanzas de la persona que representaba mi único sustento económico. (Durante mis años de universidad, nunca trabajé para dedicarme de lleno a sacar la carrera. Así que no tenía ni un cinco más allá de los 50.000 colones que mi tata me daba de mesada.)
Pero seguir a aquel Jesús cautivó mi atención; y seguirlo de verdad implicaba vivir eso mismo que yo consideraba admirable en él: coraje, valentía, y mucha fe. Coraje entendido como la fuerza de corazón para ser fiel a la creciente convicción que el Altísimo era digno de seguir; valentía para enfrentarme a los cuestionamientos y señalamientos de mi papá (y a la chota y calificativos de varios amigos y familiares); fe para seguir un camino invisible que parecía iluso e inclusive falso y fantasioso.
Pero, de Verdad… ¿‘Aborrecer’?
El término en griego usado por el evangelista es misei —μισεῖ—. Y misei en realidad debería traducirse como ‘no inclinarse hacia’, ‘desfavorecer’, o ‘ser indiferente hacia algo o alguien en preferencia de alguien más’.
Importante aclarar: El llamado del Nazareno no implicaba tener odio ni desprecio ni irrespeto hacia mis papás. Lo que sí implicaba era no poner a nada ni a nadie —incluyendo a mis padres, ni a mí mismo— por encima del Altísimo. Era no hacer las prioridades de mis papás, mis prioridades; los valores de mis papás, mis valores; los sueños de mis papás, mis sueños. Era, más bien, hacer mías las prioridades del cielo y vivirlas aquí en la tierra. Era a honrar a padre y madre, no a adorarlos o endiosarlos.
¿Qué llevó a Jesús a hacer tal afirmación? ¿No había ordenado Moisés, como en su momento me lo recalcó mi papá, que había que honrar a padre y madre? ¿No era Jesús un tipo dócil y bondadoso, con los cachetes rosados, flotando sobre la tierra como si fuera un ángel noble y glorioso?
Los historiadores y eruditos del Nuevo Testamento nos ayudan a oír y entender estos desafíos en tres dimensiones. En la Palestina del siglo primero en la que vivió Jesús, la familia ocupaba el lugar central de la sociedad, y el papá el lugar central en la familia. La identidad de una persona estaba supeditada y definida en términos de la familia a la que pertenecía. Salirse de ese círculo era mala praxis; era, en términos prácticos, dejar de ser alguien... ser un marginado o 'pecador'.
Pero Jesús se atrevió a alterar las prioridades, llamando a quienes quisieran seguirlo a despojarse de las expectativas de mamá y poner a Dios por encima de las de papá.
De hecho, Jesús redefinió el propio significado de la familia, creando alrededor de sí mismo una tercera y más importante. Nos narra Marcos el evangelista:
Luego la madre y los hermanos de Jesús vinieron a verlo. Se quedaron afuera y le mandaron a decir que saliera para hablar con ellos. Había una multitud sentada alrededor de Jesús, y alguien dijo: «Tu madre y tus hermanos están afuera y te llaman».
Jesús respondió: «¿Quién es mi madre? ¿Quiénes son mis hermanos?». Entonces miró a los que estaban a su alrededor y dijo: «Miren, estos son mi madre y mis hermanos. Todo el que hace la voluntad de Dios es mi hermano y mi hermana y mi madre». (3:31-35)
En aquella sociedad tribal centrada en el padre de la familia, el salirse, renunciar, o no tener familia era visto como algo escandaloso y no-deseado. La familia era sagrada y el papá honrado y venerado. Pero Jesús subvirtió la arraigada tradición y redefinió las cosas, presentándose a sí mismo como el pionero de una nueva y más importante familia, esta vez compuesta de hijas e hijos adoptivos de Dios: de aquellas y aquellos que hacen la voluntad del Padre celestial aquí en la tierra.
«Miren, estos son mi madre y mis hermanos. Todo el que hace la voluntad de Dios es mi hermano y mi hermana y mi madre.»
Sus Familiares Creyeron que Estaba Loco
Había liberado a un hombre y a varios enfermos de espíritus inmundos; había sanado a la suegra de Pedro; había limpiado a un leproso (vistos en ese entonces como escoria social); se había nombrado como el Señor del Sábado (el día sagrado de descanso); le había perdonado los pecados a un paralítico; se había rodeado de marginados sociales y traidores publicanos; había llamado a doce estudiantes (discípulos) a seguirlo, de forma implícita dándose el lugar como un nuevo rey de unas nuevas doce tribus de Israel…
Ante semejante escenario al inicio de su misión en Galilea, Marcos nos narra que los propios familiares de Jesús intentaron detenerlo, creyendo que «estaba fuera de sí» (3:21) —algo que podríamos traducir como “estar loco”—.
Ante esta resistencia, indiferencia, (y hasta oposición) familiar, varios historiadores infieren que Jesús mantuvo una relación tensa con su familia biológica. Sus hermanos y sus hermanas no parecían entender sus prioridades. De hecho, se cree que la fricción familiar lo llevó a emigrar de Nazaret hacia Capernaúm, en donde su mensaje fue mejor recibido. “Ningún profeta recibe honra en su propia tierra.” (Nota aparte: Ninguno de los cuatro evangelistas afirma que Jesús no haya tenido hermanos ni hermanas de sangre; atestan, más bien, que sí los tuvo; Mc 6:3, Mt 13:55.)
En parte por esto el predicador de Nazaret redefinió quiénes constituían su verdadera familia. De forma ciertamente controversial y escandalosa en ese entonces, redefinió quiénes eran o no verdaderos hijos de Abraham, Isaac, y Jacob, los fundadores mismos de la nación de Israel. Para Jesús, un extraño que aceptara y pusiera en práctica su mensaje profético se convertía en un verdadero israelita… en alguien más cercano a él que sus propios familiares biológicos… en alguien más íntimo inclusive que su propio padre o su propia madre.
Dijo Jesús a otro: «Sígueme.» Él le dijo: «Señor, déjame que primero vaya y entierre a mi padre.» Jesús le dijo: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; y tú ve, y anuncia el reino de Dios.» (Lucas 9:59-61)
…una mujer de las multitudes levantó su voz y le dijo: «¡Bendito el vientre que te parió, y los pechos que te amamantaron!» Pero Jesús respondió: «¡Benditos, más bien, son quienes escuchan la palabra de Dios y la obedecen!» (Lucas 11:27)
Esto, por su puesto, no implicaba ser ‘malo’ ni ‘indiferente’ hacia los familiares biológicos, ni mucho menos negar o mal cuidar a los miembros de la propia familia de cada quien.
Era, más bien, una cuestión de redefinir prioridades —y de manera contundente—. Seguir a Jesús implicaba estar dispuesto a dejar atrás cualquier alianza, vínculo, creencia, herencia, costumbre, y obligación, fueran éstas familiares, tribales, instintivas, o nacionales. Seguirlo implicaba no doblar rodilla ante el apellido paterno ni materno; no darle alianza parcial ni absoluta a ningún logo, ni marca, ni bandera, ni estandarte.
Más bien, seguir al Hijo de Dios era un reto a nacer de nuevo y formar parte de una nueva etnia, a ser partícipes de un nuevo reino, a ser miembros de una nueva y sagrada familia… una Tercera Familia compuesta de hijas e hijos de Dios; personas que escuchan y ponen en práctica la palabra divina.
«Miren, estos son mi madre y mis hermanos. Todo el que hace la voluntad de Dios es mi hermano y mi hermana y mi madre.»
En resumen, el desafío era claro: dos familias biológicas y una tercera familia ‘sagrada’ (o ‘espiritual’); las dos opciones también: seguir (o no seguir) el camino de Jesús. De ahí las tres familias, las dos opciones, y el único camino: seguir al profeta de Nazaret, obedecer sus enseñanzas, y sentarse en una mesa abierta a todo tipo de gente dispar, unida nada más y nada menos que por el puro y mismísimo amor de Dios.
¿Qué Implica Esto para Nosotros, Hoy?
Este reto tan incómodo y, sí, tan radical (porque no hay otra palabra) implica muchas cosas. De hecho, es un reto indomable que le ha cambiado el rumbo a la historia humana, para bien y a veces para no tan bien...
Quisiera sugerir sólo tres implicaciones de este desafío para nosotros hoy:
Nos llama a sentarnos a escuchar la voz del Nazareno y de ahí revaluar hasta qué punto y de qué maneras vivimos en función de las voces que han sido implantadas en nosotros, sea por familiares, amigos, o por otras personas que consideremos nuestros ídolos.
Nos invita a doblar rodillas y buscar inspiración de lo alto para seguir los pasos del Jesús: perdonar a los enemigos, convertirnos en hacedores de la paz, no atesorar riquezas sino a compartirlas, resistir la opresión en todas sus manifestaciones (incluyendo la religiosa), tener la inocencia de los niños, buscar primeramente los caminos de Dios y su justicia en todas sus manifestaciones aquí en la tierra.
Implica también la invitación a ser parte activa de la Tercera y única Sagrada Familia. Cada día estamos más aislados, más enclaustrados en nuestras burbujas virtuales, muchas veces sufriendo de ansiedad, depresión, o estrés mental. Pero podemos cambiar el rumbo: dejar nuestros celulares a un lado y convertir nuestras mesas en puntos de encuentro y de conversación, unidos en cambio por el pan y el vino y por el amor de Dios.
Ustedes ¿qué más consideran que implique todo esto para nosotros hoy? Bienvenid@s a dejar un comentario más abajo.
Fuentes Principales
S.C. Barton, ‘Family’ in Dictionary of Jesus and the Gospels, ed. Joel B. Green et al., Intervarsity Press (1992)
Hellen K. Bond, The Historical Jesus: A Guide for the Perplexed, Bloomsbury T&T Clark (2012)
Paula Fredriksen, From Jesus to Christ: The Origins of the New Testament’s Images of Jesus, 2nd ed., Yale University Press (2000)
Richard Horsley, Jesus in Context: Power, People, and Performance, Fortress Press (2008)
Dietmar Neufeld y Richard E. DeMaris (eds.), Understanding the Social World of the New Testament, Routledge (2010)
E.P. Sanders, The Historical Figure of Jesus, Penguin Books (1993)
Wolfgang Stegemann, Bruce Malina, y Gerd Theissen (eds.), The Social Setting of Jesus and the Gospels, Fortress Press (2002)
N.T. Wright, Jesus and the Victory of God [Christian Origins and the Question of God, vol. 2], Fortress Press (1997)
Eduardo Sasso es el autor de Remix de Cristo, un libro redescubriendo el mensaje de Jesús de Nazaret para el mundo de hoy.
Sobre este llamado radical… entre más me acerco a Dios termino de comprender que:
-Estoy afuera o adentro
-Soy negro o blanco
-Soy o no soy
Porque me costó adquirirle el gusto a la palabra “aborrecer” pero hoy más que nunca comprendo porque Dios “nos aborrece” cuando somos “grises” y es porque el llamado que cada uno recibe tiene sus propias cargas y sacrificios pero la puerta angosta en dirección a Su Reino es una sola y si yo no soy radicalmente intencional en llevar mi cruz, mi carne nunca pasará por su santificación.