En su famoso artículo ‘Las raíces históricas de nuestra crisis ecológica’, escrito en 1967, el entonces historiador de Princeton Lynn White culpó en gran parte al cristianismo por los problemas ecológicos que experimentaba el mundo en ese entonces. Después de que su publicación se popularizara a través de la revista Science, llegando hasta nuestros días el señalamiento se ha convertido una creencia generalizada. Hoy es común toparse con rechazos o sospechas entre ambientalistas, activistas, y académicos hacia la fe y las creencias cristianas.
Esto así en parte porque White sugirió que el capítulo inicial de la Biblia proporciona una especie de 'permiso intelectual' o 'carta blanca' para la “actitud explotadora” hacia la naturaleza —una actitud que se magnifica todavía más en nuestro mundo tecnológico actual—. Según la interpretación de White, las primeras historias del Libro del Génesis muestran que “Dios planeó todo esto explícitamente para el beneficio y el gobierno del hombre: ningún elemento en la creación física tenía ningún propósito excepto servir los propósitos del ser humano.”
“El cristianismo”, continuó White, “no solo estableció un dualismo entre el hombre y la naturaleza, sino que también insistió en que es la voluntad de Dios que el hombre explote la naturaleza para sus propios fines.”
¿Tuvo razón Lynn White en afirmar que el cristianismo no es verde, ni azul?
Con esta afirmación de fondo, abajo se encuentran cinco preguntas y respuestas sobre la relación entre la fe cristiana y la naturaleza.
1. ¿Es el cristianismo responsable de la destrucción de la vida silvestre?
Históricamente hablando, sí; en muchos sentidos sí lo es. Si bien la interpretación de White del Libro del Génesis ciertamente no honra la sutileza y la ironía que el narrador de Génesis intentó infundir en sus relatos, el punto de vista de este historiador es cierto al menos en describir la forma atroz en que varios creyentes a lo largo de la historia han interpretado las dos historias bíblicas de los orígenes la creación.
Por ejemplo, algunas voces influyentes durante la llamada “Ilustración” en el siglo diescisiete y dieciocho, ciertamente encontraron un cheque en blanco en algunos versículos aislados del Libro del Génesis para que los humanos dominemos la naturaleza, a menudo en nombre de la mayordomía.
Entre ellos, por ejemplo, el filósofo francés René Descartes argumentó que los animales eran máquinas imperfectas sin sentimiento. Otro intelectual británico, Francis Bacon, interpretó el Génesis argumentando que los humanos estábamos destinados a poner a la naturaleza en un potro para sacarle los secretos a punta de tortura. (Si estos pensadores fueron personas iluminadas o entenebrecidas, esa es otra historia.)
Esto nada más para mostrar que, de hecho, ciertas lecturas microscópicas de la Biblia se han prestado para justificar la devastación del mundo viviente. En tales interpretaciones, todavía hoy millones de cristianos continúan encontrando licencia para tratar el mundo viviente esencialmente como un “recurso” inerte a nuestra merced. Otros ven la vida silvestre como un depósito de chatarra que hay que dejar atrás, en el nombre de llegar a un cielo supuestamente bienaventurado.
Por fortuna, en las últimas décadas estos puntos de vista han sido reemplazados por las voces de intérpretes más cuidadosos y más fieles a los matices narrativos de la Biblia; basándose muchos en el legado de Francisco de Asís, quien nos instó a tener una postura de hermandad y sororidad con todos los demás seres vivos e inanimados.
2. ¿Qué puede aprender la iglesia del movimiento ambientalista?
En realidad, hay mucho que aprender; al igual que las iglesias pueden aprender de otros movimientos seculares y también de otras culturas. En este sentido, cae bien acordarnos que fueron los supuestos religiosos quienes ignoraron al hombre herido en la calle, pero fue el samaritano “extranjero” quien intervino para ayudarle. Y fue ese samaritano quien fue aplaudido por Jesús.
Eso a manera de recordatorio que los cristianos no tienen el monopolio de la verdad, y mucho menos el monopolio de hacer el bien. De hecho, muchas personas ‘seculares’ e inclusive ateas llevan la vanguardia respecto a la mayoría de las iglesias en lo que respecta a la protección de la tierra y el cuidado del clima. Los seguidores del Nazareno están llamados a ser mansos y humildes, siempre con una postura de aprender de los demás y de afirmar lo que es bueno, justo y verdadero.
Este reconocimiento requiere, por ejemplo, que quienes nos desenvolvemos en el mundo empresarial, pensemos largo y tendido y hagamos nuestro mejor esfuerzo por imitar a los practicantes radicales de los sistemas industriales C2C (sistemas de producción circulares de “la cuna a la cuna”). Mejor aún, deberíamos pensar y crear estructuras económicas alternativas, como las cooperativas de trabajadores y las empresas sociales. Estas pueden diseñarse para promover la equidad, el bienestar y la felicidad compartidos; en lugar de promover el crecimiento desenfrenado y la acumulación en manos de unos pocos en detrimento de la mayorías.
De igual forma, las personas en política pueden trabajar para implementar un impuesto sustancial al carbono, con el fin de convertir los subsidios a las industrias de combustibles fósiles en fuentes de energía de menor impacto.
Los movimientos civiles ambientalistas requieren nuestro apoyo y donaciones para que continúen luchando por transiciones locales, provinciales y federales hacia municipalidades de bajo consumo energético y que también cuiden de los más vulnerables.
Los artistas deberían escribir canciones de renovación ecológica. Las personas en el campo de la medicina pueden unirse para trabajar por una legislación fuerte que garantice un aire, aguas y suelos más limpios. Y, por supuesto, todos deberíamos cambiar hacia formas mucho más conscientes y locales de alimentarnos.
Eso es nada más una pincelada; aunque la lista de iniciativas creativas es realmente interminable.
3. ¿Existe alguna contribución única de la espiritualidad y la religión a la causa ambiental?
Si bien el cristianismo debiera reconocer sus diferentes traslapes con otras creencias —e inclusive con movimientos “seculares” y ambientalistas— sí existe un aporte peculiarmente único de la fe cristiana en la causa ambiental: la forma misma en la que hablamos de este tema tan urgente. Si bien las palabras parecen triviales, cargan más peso del que creemos —y a veces nos traicionan—.
Por ejemplo, cuando usamos el término “medio ambiente”, tendemos a imaginarnos “una cosa” o “algo” “allá afuera”, que nos rodea como si fuera una envoltura externa a nosotros. Hablar de “recursos naturales” (o incluso de “recursos humanos”, tiende a objetificar algo que está lejos de ser un objeto.
En contraste, la tradición judeocristiana se basa en la declaración de que lo que llamamos “naturaleza” o inclusive “ecosistema” es de hecho una creación viva (e inacabada), que es obra de una Fuente Viviente y Amorosa. Por eso los autores de la Biblia hablaron de “la creación” y “de los cielos y la tierra”.
De ahí que es mejor usar términos como “el mundo viviente”, o “la comunidad de la creación” (para citar al teólogo alemán Jürgen Moltmann), o todavía mejor ‘nuestro Hogar Común’ (para usar la frase popularizada por Laudato Si’).
Este cambio en nuestro lenguaje se vuelve más concreto una vez que caemos en cuenta de que nuestros cuerpos están conformados de un 60% de agua, por ejemplo, o de que no podemos pasar tres o cuatro minutos sin que respiremos. En nuestra sociedad cada vez más artificial de supermercados urbanizados, damos por sentados estos elementos básicos de la vida. Pero sin ellos, morimos en un instante.
Al igual que otras espiritualidades antiguas, la religión bíblica nos insta a reconocer que no solo somos ‘parte’ de la creación, sino que somos fundamentalmente seres ‘de’ la creación. No somos dioses ni extraterrestres, por más que a veces nos comportemos como tales. Y si bien somos seres distintos, no estamos separados.
Estamos arraigados de pies a cabeza en este mundo; estamos conformados de él y pertenecemos a él —algo que el narrador del Libro del Génesis insinuó al presentarnos a nosotros, los humanos, como seres conformados a partir del humus (en hebreo, la palabra para ‘humano’ es adam y para ‘suelo’ es adamáh)—.
4. ¿Deberíamos cuidar hoy la creación a la luz de la promesa de cielos nuevos y tierra nueva?
Isaías, Juan el Vidente y otros profetas imaginaron y hablaron de la promesa futura de un cielo nuevo y una tierra nueva. A la luz de esas visiones, muchos creyentes se han comportado con indiferencia hacia el mundo viviente.
Pero esto es un error. Por un lado, puede que no resulte obvio hoy que tenemos la nariz pegada a nuestros teléfonos móviles, pero la vida en este lado de la muerte es un milagro. Eso en sí mismo debería impulsarnos a estar a la vanguardia para cuidar y preservar la creación y resistir todo lo que se oponga a la vida.
Pero, en segundo lugar, la promesa de una tierra nueva no implica para nada que haya que enviar esta tierra a la basura para luego obtener una nueva tierra de la nada. Eso es un engaño y una herejía consumista que es 100% ajena a los autores de la Biblia.
Dios no es un mago. El lenguaje de “cielos nuevos y tierra nueva” del profeta Isaías, que fue retomado por Juan, el escritor del Apocalipsis, es poético de principio a fin; se trata de renovación, de la sanación, de la liberación, y del éxtasis del cosmos. ¿Cómo va a suceder esto? No sabemos. Los más que tenemos son destellos de luz de ese futuro humanamente inalcanzable.
Pero esa promesa de un futuro libre de la influencia del mal no significa en absoluto que debamos dejar de preocuparnos por este mundo. Debemos cuidar un planeta que sufre tanto como nos preocupamos por una persona que envejece o por un niño enfermo. Y, lo que es más, las personas de fe deben vivir en reconocimiento de que como seres humanos recibimos la comisión de “servir” y “preservar” un mundo que nunca ha sido nuestro (Gén 2).
Si este llamado a la conservación de la tierra está claramente esbozado por el narrador del Génesis, ¿quiénes somos nosotros para ignorarlo o aminorarlo?
“La tierra es de Jehová, y todo lo que hay en ella” (Salmo 24).
5. ¿Cuáles son las formas más prometedoras de responder a la crisis ecológica?
A menudo se dice que quienes quieren ahorrar gasolina deben levantar el pie derecho. Hay algo de verdad en eso, ya que cada una de nuestras acciones individuales tienen un papel que desempeñar.
Sin embargo, si nos enfocamos principalmente en lo que podemos hacer como individuos, ignoramos los poderes más grandes en juego. Y, de hecho, somos víctimas del mito dominante que dicta el rumbo de nuestra sociedad actual: hoy se nos dice que somos, en esencia, “consumidores” y que lo mejor que podemos hacer es “votar con nuestra billetera”.
Pero ese es un pensamiento obsoleto (y peligroso) que deja algunos de los problemas más profundos sin resolver. Por ejemplo, un estudio de la Universidad McGill en Montreal reveló que los hogares consumen el 20%del agua potable en Canadá, pero las industrias son responsables de más del 68%. En el informe reciente El Fin de la Basura de la revista National Geographic, igualmente se destaca como de las 93.000 millones de toneladas anuales de materiales extraídos de la naturaleza, únicamente el 8.4% se reutiliza y el 61% se dispersa como residuo irrecuperable.
Si bien en cierta medida las personas podemos hacer algo al respecto en nuestro día a día (comernos toda la comida en el plato, compostar residuos orgánicos, reciclar cartones y plásticos, etc.), el grueso del problema requiere soluciones estructurales que escapan el alcance individual de las personas. Pensemos nada más como un ciudadano, por más que quiera, no puede subirse a un bus eléctrico si la ciudad en la que vive decide contratar nada más autobuses de combustión interna.
En un nivel práctico, necesitamos más bien soluciones colectivas respaldadas por nuestra voluntad colectiva, similares a los movimientos abolicionistas y de derechos civiles del siglo XIX y el siglo XX. Estos mismos fueron impulsados y sostenidos por minorías de personas de gran fe, quienes a su vez inspiraron y desafiaron a las masas y a los poderosos a sumarse al cambio.
Por dicha, cientos de movimientos de este tipo han ido surgiendo en las últimas décadas. Y afortunadamente, también, cada vez más personas de fe están despertando a la visión de renovación cósmica de la Biblia y uniéndose al cambio.
Esta visión comienza con el Árbol de la Vida plantado en un jardín (Génesis 2), pero termina con ese mismo árbol dando fruto mes a mes en una ciudad, irrigada por un río limpio que la recorre por el medio (Apocalipsis 22). Las visiones de “ciudades regenerativas” están precedidas por esta visión que tiene ya casi dos mil años. De hecho, más allá de “regeneración”, la visión apocalíptica de Juan termina en un futuro iluminado de plenitud eterna y superabundante y de éxtasis universal.
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Así que, volviendo al inicio, al menos en estos cinco sentidos Lynn White no estaba del todo en lo cierto en culpar al cristianismo de la crisis ecológica actual, porque la fe judeocristiana no solo es verde —y azul— sino también muy concreta y muy terrenal. Es hora de despojarnos del engaño que nos ha hecho creer todo lo contrario.
Eduardo Sasso es Máster en Teología Interdisciplinaria y el autor de Remix de Cristo, un libro explorando el mensaje de Jesús de Nazaret para el mundo de hoy.
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