Reconsiderando porqué no creer —o sí creer— en Dios en el siglo XXI
“Nadie le puede dar a otro lo que en sí mismo no tiene. Ninguna generación puede legar a la siguiente lo que no posee… si somos escépticos solo enseñaremos a nuestros alumnos escepticismo, si somos tontos solo tonterías, si somos vulgares solo vulgaridad, si somos santos santidad, si somos héroes heroísmo”. Clive S. Lewis
Estando en el consultorio de mi dentista algunos años atrás, escuché a un paciente hablar con su asistente dental sobre sus creencias religiosas. En cierto momento de la conversación, él afirmó que un día había decidido que Dios no existía. Decidió que Dios es un amigo imaginario pero nada más.
“Después de eso fui muy feliz”, terminó diciendo.
Siendo yo ingeniero racional, y habiendo encima realizado estudios en teología, no podría decir que casi me caigo de la silla en la que estaba sentado —porque es muy difícil caerse de una silla de dentista—. Pero, incapaz de cerrar la boca dado que el dentista me estaba limpiando los dientes, sí me atraganté al oir sus palabras: el paciente al lado mío había “decidido” que Dios no existía.
En parte me sentí identificado. De personalidad medio escéptica, muchas veces había ‘dudado’ de la existencia de Dios. A veces también he llegado a ‘concluir’ que la creencía podría ser una simple superstición: que Dios es un amigo imaginario, una fantasía mental que existe solamente en la mente humana pero no afuera de ella. Pero ¿“decidir”?... nunca había escuchado esa afirmación.
Decidir que Dios no existe era como decidir que los extraterrestres no existen en galaxias lejanas simplemente porque uno nunca los ha visto. O como que alguien decida que la música es una ilusión después de haber cortado las cuatro cuerdas del único violín que ha conocido en su vida.
En cualquier caso, quedó dando vueltas la pregunta: ¿Es Dios un amigo imaginario? ¿Tiene sentido creer en un Dios personal a estas alturas de la historia?
Contra afirmaciones que hoy están de moda, yo considero que sí. Y quisiera al menos delinear porqué.
Dispararse en el pie
Hay que admitir que creer en el Dios del cristianismo en la sociedad relativista en la que vivimos hoy, es casi como dispararse en el pie propio. Vivimos en tiempos en donde se nos ha enseñado (con religiosidad, muchas veces) que absolutamente todo lo que existe no es más que materia y energía. Hoy se nos ha asegurado que todo se puede explicar con el azar, la evolución, y el instinto de supervivencia del gen egoísta.
A su vez, filósofos y científicos sociales desde Ludwig Feuerbach y Sigmund Freud hasta Richard Dawkins y Jared Diamond continúan afirmando que ‘Dios’ y los ‘dioses’ no son más que un invento primitivo. Un amuleto social. Voces como estas nos convencen de que las deidades son ilusiones “construidas socialmente”. Es decir, la idea o la noción de ‘Dios’ es una idea imaginaria que —queriendo o sin querer— nuestros antepasados inventaron para su propio consuelo o para la dominación de las mayorías. De acuerdo a estos pensadores, el invento de los dioses se llevó a cabo para explicar los orígenes del mundo y de la humanidad, o para manipular y controlar a las masas, o para satisfacer el deseo de una figura paternal fortachona.
Como lo ha expuesto de manera popular el libro Sapiens: Una breve historia de la humanidad, los antiguos romanos, por ejemplo, afirmaban que los dioses estaban de su lado. Esa creencia le daba legitimidad a su imperio y se utilizaba para subyugar la imaginación de más de 100 millones de súbditos (y para vaciar sus bolsillos con tributos e impuestos). “Si los dioses están del lado de Roma, mejor estar alineados con Roma para no sufrir las maldiciones de los dioses.”
Hoy por hoy, la ambición por el dinero, sumada al sensacionalismo absurdo de algunos predicadores del llamado evangelio de la prosperidad, son prueba que la religión sí funciona como “el opio del pueblo”, como lo puso Karl Marx ya buen tiempo atrás. El nombre de ‘Dios’ se continúa usando y abusando para el beneficio de unos pocos a cuestas de los muchos.
Además, científicos como Galileo, Darwin, Hubble, y Einstein han causado que pase de moda la “primera Causa” de Aristóteles. También han convertido en irrelevante al dios de barba blanca de la Capilla Sixtina de Miguel Ángel.
Además, periodistas, científicos, y humanistas seculares por igual rechazan con toda confianza la idea de un Dios amargado, misógeno, bravo, y con rayos en sus manos para castigar a los impíos.
Sin tener que indagar mucho, razonamientos como estos indican que efectivamente tiene sentido cuestionarse —y rechazar— muchas de las imágenes obsoletas y polvorientas de ‘Dios’ y del universo que han prevalecido hasta ahora.
¿Qué es más dogmático que qué?
Algo que no siempre es tan evidente es como el rechazo del Dios del monoteísmo puede ser igual de dogmático. ¿Quién puede, después de todo, comprobar que la materia y la energía y la vida son lo único que existe? También, ¿qué nos da licencia para rechazar de manera definitiva —desde un principio— tan siquiera la posibilidad de que exista una Inteligencia Suprema inescrutable, nada más porque no podemos embutir el océano infinito en un vaso de cartón como lo es nuestra inteligencia?
De igual forma, tenemos que preguntarnos sobre cuál fundamento —en teoría objetivo e inamovible— podemos negar de buenas a primeras realidades inmateriales e invisibles, hasta llegar a reducir absolutamente todo lo que existe a los caprichos impersonales de partículas las subatómicas y de los genes egoístas. Lo cual nos deja con la pregunta: ¿Será que el materialismo y el ateísmo también requieren tener fe?
Es difícil concebir porqué existe algo en lugar de nada, porqué hay orden en medio del caos, y porqué buscamos la trascendencia en un universo que no es más que energía inerte, insípida, sin sentido. Es difícil saber también porqué la vida querrá reproducirse y perpetuarse y defenderse y alcanzar el olimpo, ad infinitum, si a la postre no existe nada de nada detrás de la muerte. Y, a diferencia de todos los demás animales, queda abierta también la pregunta de dónde viene el anhelo del alma humana de hacer realidad visiones e ideales que no existen.
Estas serán cuestiones que hoy a pocos le importan. Y por eso talvez no quede más que asombrarse de semejante accidente universal, descartar al amigo imaginario, y nada más vivir felices y disfrutar la vida en medio de este tirar de dados cien por ciento improbable.
Pero ¿qué si ese rechazo, a la larga, es contra un dios falso? La pregunta cobra mayor importancia si se admite que rrechazar un dios falso no implica que no exista uno verdadero.
Aquí se vuelve relevante la conclusión de una autoridad mundial en física David Berlinski —un agnóstico y judío secular— autor de El Delirio del Diablo: El Ateísmo y sus Pretensiones Científicas:
¿Hay alguien que haya dado pruebas de la inexistencia de Dios? Nadie ha estado ni siquiera cerca de hacerlo. ¿Ha explicado la cosmologia cuántica la aparición del universo y de por qué está aquí? No ha estado ni cerca de hacerlo. ¿Han explicado las ciencias porqué el universo parece estar afinado para permitir la existencia de vida? No han estado ni cerca de hacerlo. ¿Están nuestros físicos y biólogos dispuestos a creer en lo que sea con tal de no creer en algo que sea religioso? Bastante cerca. ¿Nos ha provisto el racionalismo de una manera de comprender lo que es bueno, lo que es correcto y lo que es moral? No ha estado lo suficientemente cerca. ¿Fue el secularismo del terrible siglo XX una fuerza para el bien? Ni siquiera cerca de estar cerca. ¿Hay una ortodoxia estrecha y opresiva del pensamiento y de la opinión en las ciencias? Suficientemente cerca. ¿Hay algo en las ciencias o en su filosofía que justifique la afirmación de que las creencias religiosas son irracionales? Ni siquiera un aproximado. ¿Es el ateísmo científico un ejercicio frívolo de desprecio intelectual? Totalmente.
Un cuestionamiento tan retador como el de Berlinski no significa que nuestra capacidad limitada para responder preguntas como las que levanté arriba sea automáticamente una ‘prueba’ de la existencia de Dios. Pero sí deberíamos al menos considerar afirmaciones como las de este doctor en física en caso de decidir optar por el camino cada vez más recurrido hacia el ateísmo y el agnosticismo.
Y tenemos que estar claros también que el ateísmo tiene dificultad para contestar por qué hay algo en vez de nada, y por qué hay orden y belleza en medio del caos y el desastre —dos de las muchas tensiones intelectuales abordadas tanto por ateos brillantes como por creyentes brillantes.
Algo quizás más inquietante es como, al final del día, el materialismo y el ateísmo también asumen como un hecho La Nada y La Pura Aleatoriedad. Pero creer en La Nada y en La Pura Aleatoriedad es algo igualmente asertivo como creer en un Agente Trascendental, en una Consciencia Cósmica, o en una Presencia Unificadora que precede y de alguna forma unifica y acoge todo el cosmos. El ateísmo también requiere tener fe —más o menos como tener fe en que una señal gigantesca de “¡Pura Vida!” compuesta de ramas y troncos ordenados sobre la arena es un acto aleatorio de las olas del mar—.
Respirar profundo
Esta posibilidad de que exista un Agente Trascendental es uno de los puntos de partida de Remix de Cristo. El hecho de que muchas (o la mayoría) de nuestras concepciones de Dios son parciales, egoístas, distorsionadas —o simplemente falsas— no implica automáticamente que Dios (quienquiera que Dios sea) deba de ser una simple ilusión. El agnosticismo es un buen punto de partida, pero nunca debiera ser nuestro destino final.
¿Qué si nuestros antepasados, incluyendo a los autores de los escritos bíblicos, usaron el lenguaje y las metáformas que tenían a mano para empezar a darle sentido a una Realidad superior que ‘ya estaba’ ahí?
Por ejemplo, cuando en la antigüedad alguien como el profeta Jeremías se refirió a ‘Dios’ como un “alfarero”, con toda seguridad se estaba refiriendo a este Agente Trascendental acudiendo a una imagen y un idioma metafórico que le era familiar a él en ese momento histórico particular. El hecho que los viajes de la NASA al espacio exterior han confirmado que no existe un ‘gigante físico’ con dos manos cósmicas enormes, no descarta la posibilidad de la existencia de un Ser Indomable que ‘esculpa’ el universo —por más tan lenta, misteriosa, y evolucionaria que continúe siendo la escultura—.
Mi punto es que el lenguage que usamos para referirnos al Ser Supremo puede que no sea una simple proyección psicológica pintada sobre el lienzo vacío del cosmos, ni tampoco un simple invento de la psique humana primitiva.
Más bien, ¿qué si el lenguaje de ‘Dios’ que descartamos muchas veces en nombre de la ciencia, es en realidad un reconocimiento (por más limitado y condicionado culturalmente) de lo que existe ‘allá afuera’ —o, en tal caso, de quién está allá afuera—.
Más allá del opio y de los hongos mágicos
Todavía más, ¿qué si el Agente Trascendental del cosmos ‘encontró’ a nuestros antepasados en el lugar donde ellos se encontraban? ¿Qué si esta Inteligencia Suprema hizo lo mejor del lenguaje y de las metáforas que los humanos ancestrales tenían disponibles a su alcance, para de ahí comunicarse con ellos de una manera que fuera comprensible para sus mentes antiguas —algo así como si una profesora universitaria de álgebra lineal dibujara tres dragones y cuatro ninfas para enseñarle a su hijo de dos años que tres más cuatro son siete—?
De manera arrogante, un estudiante universitario de primer ingreso podría descartar tal dibujo tachándolo de estúpido o infantil. Pero ¿no es cierto que siempre debemos comenzar por algún lado? Juzgar a nuestros antepasados milenarios según nuestras convenciones científicas modernas nos haría culpables de caer en un “esnobismo cronológico”, el cual lamentó en su momento C.S. Lewis.
Pareciera, más bien, que debiéramos enfocarnos en explorar el destino hacia el cual apunta el letrero, por más borrosas o confusas que estén las letras. Descartar las nociones y el lenguaje de ‘Dios’ que surgieron siglos de siglos atrás podría, de hecho, impedirnos identificar el camino hacia la cima de una montaña hasta entonces inexplorada. La supuesta luz brillante de la razón podría más bien cegarnos e impedir que veamos ver más allá de nuestras narices. Si hoy somos adultos, es sólo porque ayer fuimos niños.
Con toda seguridad podemos y debemos etiquetar a la (mala) religión como el “opio del pueblo” —porque lo es, y es nociva para nosotros—. Mucho del lenguaje de ‘Dios’ se ha usado, y se continúa usando, para fines perversos.
Pero si la mala religión es el opio del pueblo, ¿será que las reglas del fair play dictan que la fe ciega en el Materialismo representa una dosis todavía más grandes de hongos mágicos?
Es hora de dejar atrás esta calle sin salida. La verdadera apertura intelectual requiere que por lo menos aceptemos la posibilidad de la existencia de Dios —sin importar si nos gusta, si entendemos, o si tan siguiera lleguemos a concebir a ese ‘Dios’—. En toda probabilidad, puede ser el caso que dicha Presencia tan vasta exista, creamos en ella o no. Un eclipse total o una tormenta perfecta no significa que el sol haya, de hecho, dejado de existir.
Habiendo dicho eso…
Como seguidor de Jesús de Nazaret, el hombre, en lo personal encuentro otras razones más concretas para sospechar de la creencia en ‘Dios’.
Por un lado, buena parte del discurso supuestamente ‘cristiano’ que se refiere a Dios está totalmente divorciado del Jesús de carne y hueso que caminó por las calles polvorientas de la Palestina del siglo primero.
El escritor del cuarto evangelio, por ejemplo, nos impidió hablar del “logos” o de la “palabra” como algo o alguien separado de Jesús. Para Juan, la Consciencia Cósmica se encarnó en uña y carne durante un guiño turbulento de la historia del universo. Muchas y muchos creyentes hoy día ignoran la afirmación tan escandalosa que para los autores del Nuevo Testamento se convirtió en algo imposible hablar de Dios sin mencionar a Jesús.
Pero tal vez más preocupante todavía resulta como el discurso de ‘Dios’ ha oscurecido la huella pública del cristianismo.
Este legado problemático lo podemos encontrar en diferentes formas… desde el legítimo rechazo de John Lennon a la religión en la década de 1960, hasta los abusos de la religión resaltados por ateos como Christopher Hitchens; desde las cruzadas europeas con la Biblia en una mano y la espada en la otra, hasta las maldades coloniales contra los pueblos aborígenes perpetradas por la iglesia en las escuelas residenciales en Canadá; desde los así llamados cristianos alemanes que apoyaron a Hitler, hasta sus incontables pares que apoyan la intolerancia y el culto de su nación promovida por gobernantes de la actualidad… hay 1.001 razones para resistirnos a la influencia de la (mala) religión sobre la sociedad. Es difícil cuantificar la arrogancia, la estupidez y la cantidad de crímenes perpretados en nombre de Dios.
Sin embargo, no es la intención sacar aquí a la luz los archivos manchados de sangre de la historia de la iglesia.
Todo lo que he escrito es nada más para que cuestionarnos si tanto el cristianismo como el ateísmo contemporáneo deberían replantearse ciertos asuntos conforme avanza el siglo XXI.
Entre ellas está el cuestionamiento simplista “¿Creemos en Dios?” Y digo simplista, porque tal vez la disyuntiva es diferente y más compleja: ¿será que existe un Dios que es bastante diferente al dios en el que hemos llegado a creer —o a no creer—?
Abordar esa pregunta merece una conversación enteramente distinta —y ojalá con mente abierta—.
Eduardo Sasso es Máster en Teología Interdisciplinarioa y el autor de Remix de Cristo, un libro explorando el mensaje de Jesús de Nazaret para el mundo de hoy.