Apple, Google, Amazon y Facebook y una historia satírica escrita hace más de 2.500 años.
Las inovaciones del mundo tecnológico no necesitan introducción hoy que los gigantes de Sillicon Valley en California han hecho posible lo que hace 20 años parecía inimaginable.
Sea permitir entregas en la puerta de la casa de todo producto proveniente de cualquier parte del mundo, sea estar en contacto virtual y gratuito con conferencistas de corte mundial, sea compartir momentos y experiencias a través de fotos y videos disponibles para quien quiera asomarse —Apple, Google, Amazon y Facebook han creado una sociedad enteramente nueva, abriendo un universo entero de oportunidades que ya todos conocemos, y en gran parte aplaudimos—.
Sobra decir que las maravillas de la sociedad digital son incontables, por lo que no hace falta recalcar su ventajas estallando bombetas donde ya hay turno. Sin embargo, surgen algunas preguntas: ¿habrá algo más allá de esta nueva realidad virtual —y del 'metaverso' que ahora algunos pretenden crear—? ¿Qué decir ante la seducción de vivir todos juntos unidos en la nube?
Varios ya han expuesto algunas de las consecuencias del nuevo mundo creado por los titanes digitales; desde el investigador de Harvard Nick Carr, en su libro The Shallows: What the Internet is Doing to Our Brains y en su artículo controversial 'Is Google Making Us Stupid?', hasta Scott Galloway en The Four: The Hidden DNA of Amazon, Apple, Facebook, and Google, hasta Sherry Turkle de MIT en Alone Together: Why We Expect More from Technology and Less from Each Other. Todos concluyen que la tecnología virtual es un arma de doble filo —creando oportunidades por un lado, y riesgos por el otro—.
¿Cómo aprovechar las oportunidades del ecosistema digital, esquivando a la vez sus peligros?
Sin querer repetir lo que analistas como estos han venido afirmando, este artículo busca contribuir a la discusión desde la perspectiva ecléctica del Libro del Génesis y de su relato satírico de la torre de Babel. Por más anticuado y pasado de moda que suene remontarse a las visiones de los autores de la Biblia, talvez que una lectura fresca del viejo libro puede desafiar la imaginación de maneras sorprendentes. La "sabiduría sagrada" de los relatos bíblicos —para usar el término del erudito alemán Gerhard von Rad— revela dimensiones no-siempre-evidentes del rumbo que estamos decidiendo seguir en nuestras sociedades digitales.
Sin entrar en controversias desfasadas en el tiempo respecto a la historicidad de los relatos bíblicos, del contexto patriarcal de las narrativas, o demás cuestionamientos en contra de la Biblia que se han levantado en nuestra era moderna, la escencia y el espíritu del relato antiguo va más o menos así...
Controversia centralizada
Con ironía sutil nos dice dos veces el narrador del Libro del Génesis como el Altísimo le ordenó a la humanidad ser fructífera, esparcirse, y llenar la tierra para subyugarla —en principio teniendo 'dominio' sobre toda criatura (1:28; 9:1)—. Según este relato de los orígenes del cosmos, la Voz Suprema del universo bendijo al hombre y a la mujer con la posibilidad de multiplicarse y de extender el jardín sagrado del Edén hacia todos los rincones de la tierra. De esa forma, les orotgó la posibilidad de ser copartícipes en reinar y vivificar el resto de la creación, en un llamado a dispersarse siedo parte de una aventura descentralizada.
De ahí sus nombres simbólicos. Por un lado, Eva la madre de todos los vivientes (hawwa, en hebreo, está ligado al verbo haya, "vivir"). Por el otro, Adam, llamado a cuidar y preservar la adamah. (Adamah es el término en hebreo para el 'humus', la capa superior del suelo de la cual depende la agricultura; y linguísticamente adam también es un nombre colectivo en hebreo que denota la relación de dependencia entre la humanidad, formada del suelo, y el suelo mismo... Adam formado de la adamah.)
Con tales pinceladas literarias, el Libro del Génesis nos presenta así a Adam y a Hawwa (Adán y Eva), los representantes icónicos de toda la raza humana. Adam y HAwwa se ven entonces invitados a participar como protagonistas en un gran drama cósmico que ha de caracterizarse por el servicio, por la preservación del suelo, y por la propagación de la vida... en principio.
Con muy pocas palabras, la corta historia sátira de la torre de Babel nos presenta un bosquejo de la respuesta divina cuando sucede exactamente lo contrario.
En el contexto individualista de nuestra sociedad actual, es normal referirse (y burlarse) de la escena del capítulo tres del libro de Génesis como el momento de 'la caída' —o bien de 'la rebeldía' o 'la autonomía'— de Adam y Hawwa.
Pero la situación es mucho más compleja. Si bien la disrupción rebelde comienza a retratarse en el tercer capítulo, la trama se extiende hasta el capítulo 11, y más allá. Como una bola de nieve, el narrador del Génesis relata como la iniciativa de Adam y Hawwa de vivir sin referencia a Dios fue en incremento, borrando la línea entre el bien y el mal; intoxicando relaciones entre hermanos, entre familias, entre personas, y entre los seres humanos y el resto del mundo natural —culminando todo en la gran altanería de Babel—.
Dos caminos
Contradiciendo el llamado vivificador del Altísimo, igual que Eva y Adán, las gentes de Babel se creyeron muy sabios y entendidos. Y sin consultar a Dios —y contradiciendo el mandato a esparcirse de manera dispersa— se unificaron más bien a una voz para tramar sus propios planes, diciéndose entre ellos, “hagamos ladrillos, y cocinémoslos”. Control y autonomía y autoreferencia: planes humanos, con poder humano, para alcanzar lo inhumano: el nuevo fruto prohibido. “hagamos. . . cocinemos” “nosotros. . . nosotros”.
Como no les bastó mordisquear la manzana, los de Babel le apostaron a emborracharse con el cáliz celestial, en compañía de los dioses. Hechizados por el poder desafiante de sus tecnologías de vanguardia, se las ingeniaron solitos para construir una ciudad y un templo magnánimo en medio de ella. Quisieron llegar bajar los cielos a la tierra, para saborear lo divino. Anhelando recrear una copia artificial del Edén, se encandilaron de autosuficiencia. Y le apostaron con todo.
Pero no les bastó ingeniarse la línea de producción para la cocinada interminable de ladrillos. Tuvieron que auto-patentarse con marca registrada haciéndose un nombre para sí mismos, asegurándose a toda costa de excluir a Dios de la pecata minuta de las condiciones de uso. Ante la amenaza externa de ser esparcidos —y no teniendo VPN’s ni la conveniencia del iPhone— no les quedó de otra más que acudir al plan de contingencia y centralizar operaciones para que no bajaran de precio las acciones. No podían perder ni una sola tajada de mercado: querían una ciudad, un templo, un idioma, un nombre. Hegemonía monótona —y a puño cerrado—.
“Hagamos. . . cocinemos” “nosotros. . . nosotros”.
Pecado social
Nos narra sí el cuentacuentos del Génesis como Babel es el prototipo de una sociedad entera sistemáticamente organizada en contra de los propósitos de Dios. Si Adám se rebeló como individuo, Babel se rebeló como sociedad: en lugar de esparcirse y ejercer dominio, Babel se unificó a una voz para tener dominación. En todo sentido, Babel representa el experimento primitivo de construir una civilización homogénea y desafiante de todo límite. Babel equivale a ladrillos, ladrillos, y más ladrillos. Babel significa pecado social y la confusión que lo compaña.
Y a todo esto, claro está, no podría faltar el sarcasmo: según el narrador del Génesis, los CEO’s de Babel querían construir una torre que llegara hasta los cielos, pero aparentemente hasta sus mejores esfuerzos quedaron cortos, pues en su majestad inalcanzable, el Altísimo hasta tuvo que agacharse y bajar las escaleras para ver la ciudad y la torre.
Nada impresionante, pero algo inquietante: viendo la aburrición —y el peligro— de la producción en masa (ladrillos, ladrillos, y más ladrillos) —y estando al tanto de la injusticia implícita en que los accionistas y los ingenieros y arquitectos se la tiraran rico, moviendo dedos cómodamente para dirigir a los menos calificados (léase, mano de obra barata)— le pareció bien a la Voz Eterna interrumpir operaciones. El Creador le introdujo entonces un virus al sistema para confundirles el idioma.
Y dijo Yavé: He aquí el pueblo es uno, y todos estos tienen un solo idioma; y han comenzado la obra, y nada les hará desistir ahora de lo que han pensado hacer. Ahora, pues, descendamos, y confundamos allí su lengua, para que ninguno entienda el habla de su compañero. (Gen 11:6-7)
Les evitó así el Altísimo continuar con la insipidez vacía de una cultura homogénea que, jugando de Dios, hacía alarde a toda costa de verse sexy por estar maquillada con lipstick marca diablo.
La nueva manzana prohibida
Mas no fue suficiente. Después de ser esparcidos por la faz de la tierra, el espíritu de Babel se reencarnó de nuevo. Y quién sabe cuántos siglos después, en seguida al de Egipto y al de Asiria, llegó el imperio de Babilonia. Y con Babilonia, la misma historia: Babilonia fue la capital comercial, religiosa, y política del siglo sexto antes del Mesías; el poder dominante del oriente medio en aquellos tiempos. En Babilonia estaban los grandes templos, espléndidos; la cultura más rica y avanzada; la cumbre del poderío. En ese tiempo, todo brillaba en Babilonia. Y hasta Dios brillaba —por su ausencia—.
Pero como en Babel, también en Babilonia: el imperio surgió y el imperio sucumbió. Ya de Babilonia nadie se acuerda. Y menos hoy, cuando toda la bulla no está ni en Babel ni en Babilonia, sino que en California, ahora que Apple Computer sigue refinando el “i-Cloud”: el nuevo intento corporativo por unir fuerzas, y a una voz, apoderarse de los cielos.
Aparentemente al sucesor de Steve Jobs y a su equipo multicolor no les ha sido suficiente inundar el mundo de iMacs y de iPhones. Apple Computer quiere más. Es más, lo quiere todo: incontables Gigabites para que cada quien, a su antojo, llene y rellene y vuelva a rellenar el ciberespacio con música, contactos, fotos, reels, documentos, y demás. Ahora hasta la propia vida se puede “uploadiar” en el metaverso y sus mil y un variaciones.
Seguro la junta directiva de Apple se sintió amenazada, no quedándosle de otra más que ponerse las pilas en la carrera armamentista, ahora que pasamos horas de horas pegados a Facebook y a SecondLife. Apple lo quiere todo reunido, wireless, en una sola nube. Un mundo, una corporación, un sistema operativo, un logo, (mordisqueado): Babel, reciclado. Poder concentrado. “iCloud’s got the whooole world, in its hands.”
Ayer: Ladrillos, ladrillos, y más ladrillos. Hoy: pantallas, pantallas, y más pantallas; bytes, bytes y más bytes...
¿Otra nube a la espera de confusión? ¿Estaremos más conectados y menos ansiosos al transferir cada días más nuestra existencia a la nube virtual, reduciendo nuestra esencia a videos e imágenes sin sustancia corporal?
El remix de Babel
Suficiente de sarcasmos y de intentos líricos fallidos. La tecnología digital ha traído grandes inovaciones y ventajas que no necesitan introducción.
Sin aminorar las maravillas conocidas y aplaudidas por todos hoy, lo que sí cabe preguntarse es si Apple y sus homólogos serán un caso entre muchos otros reciclando la historia de Babel y de Babilonia.
El imperialismo triunfalista no es ninguna novedad: el imperialismo ha estado presente desde milenios atrás —y nunca ha sido la excepción, sino la regla—. La confabulación concertada para dominar, y controlar e imponer un orden específico ha sido lo normal en todas las civilizaciones humanas.
Como a veces se dice, la historia siempre ha sido la misma: por un lado están los dominados y por otro están los que dominan. (Y claro, de los primeros sólo Dios se acuerda; de los últimos nos acordamos casi todos: se levantan arrogantes, haciendo alarde de su gloria, aunque terminan siempre como la flor del campo, que del polvo vino y al polvo siempre vuelve.)
Después de Babilonia, vinieron los persas, y luego los griegos, los romanos, los bizantinos, los españoles, y los austro-húngaros; y no hace mucho, los alemanes, los soviéticos, y los ingleses. En sus días, gigantes, todos ellos. Pero hoy no son más que viejos recuerdos con sabor a ceniza, opacados todos por la sombra de los estadounidenses, que tienen rato ya de estar contando sus días, ahora que China, la India, Rusia y Brasil vienen en fila detrás. (Aunque, ¿quién sabe?... quizás y la mano derecha invisible, o el famoso “destino manifiesto”,les salve la tanda... “in God they trust”.)
Tres lecciones para nosotros hoy
¿Como enfrentar las seducciones tecnológicas de los nuevos gigantes de Babel? El relato antiguo tiene al menos tres implicaciones para quienes vivimos en el siglo veintiuno.
Un «no» y un «sí»
Ante nada, la historia de Babel es la primera de muchas en el texto bíblico que nos hace ver la incompatibilidad entre el favor gratuito de Dios y la fatalidad de la autonomía humana. Babel es el dolor de Dios entregar a la confusión a una humanidad empedernida en resistir los propósitos divinos. En ese sentido, Babel es un acto de juicio: es el «no» de Dios ante el esfuerzo humano por desafiar los límites e ignorar al Eterno. Es un «no» a la centralización del poder y a la confabulación humana dominar el mundo a través de la tecnología. Es un «no» a una sociedad rica en información pero pobre en compasión y sabiduría. Es un «no» a una sociedad confundida en donde todo el mundo habla y grita pero pocos toman el tiempo para escuchar.
Pero a la misma vez Babel es un acto de gracia: gracia en vistas de regímenes totalitarios o monótonos; gracia hacia los que somos oprimidos por tales regímenes; y gracia en que nos quita de encima el peso insoportable de gastar energías en hacernos un nombre para nosotros mismos. En confundir a Babel, Dios nos libra del desgaste tan abrasivo de la vanagloria que viene con tratar de ser lo que no somos. Porque Dios, y sólo Dios, es Dios. A nosotros no nos toca alcanzar su favor, sino recibirlo; no nos toca construir torres para adueñarnos de los cielos, sino ahnelar y celebrar la venida de los cielos aquí a la tierra. (Talvez los magnates de Babel se hubieran ahorrado todo el sudor y todo el esfuerzo si antes hubieran entendido esto.)
La diversidad que viene desde lo alto
Segundo, en un día en donde Starbucks y McDonald’s se esparcen como el fuego en cada esquina (en Chicago, en San José, en Paris, o en Rabat), la historia de Babel nos trae esperanza; nos mueve a saber que la vida es un drama en doce dimensiones, lleno de colores, mucho más interesante que la mejor serie de Netflix.
Quienes tienen oídos para oír y ojos para ver, reconocen en la historia de Babel al Artesano sin igual quien resiste a toda costa los moldes y las recetas eficientes de la producción en masa. Lo que pasó en Babel es un acto de gracia pues nos hace ver que Dios prefiere un arco iris de paz y gentes multicolores esparcidas por doquier, que una sola nube gris cargada de lluvia ácida maquillada con escarcha.
“Un idioma, una ciudad, una torre, un nombre”. Ladrillos, ladrillos, y más ladrillos. Ladrillos, ladrillos, y más ladrillos. Ladrillos, ladrillos, y más ladrillos. Ladrillos, ladrillos, y más ladrillos. Ladrillos, ladrillos, y más ladrillos. Ladrillos, ladrillos, y más ladrillos. Ladrillos, ladrillos, y más ladrillos.
Entre lo aburrido y homogéneo —entre lo repetitivo y lo uniforme— la dispersión de Babel nos recuerda, en palabras del salmista, que Dios nos formó en lo más íntimo y particular cuando nos entretejió en el vientre materno. La historia de Babel es juicio y es gracia, porque Dios quiere unidad entre los seres humanos; pero alrededor de la presencia divina, y no alrededor de propósitos carnales, ni de motivaciones torcidas, ni de tecnologías pretensiosas.
En un contexto hiperconectado como el nuestro —un mundo en donde YouTube y el iTunes Store han hecho que inclusive en todas las iglesias del mundo se canten exactamente las mismas canciones— las consecuencias de Babel nos advierten de lo que sucede cuando ignoramos la intención divina de que exista diversidad dentro de la comunidad humana.
El texto de Génesis hace entrever que la homogeneidad ligada al control tecnológico, y también el deseo de cortejar con los cielos jugando de dioses, son en realidad una ofensa al Altísimo. Babel, Babilonia y gran parte de California es decirle «no» a su nombre y «sí» a la lujuria implacable de nuestras propias maquinaciones. Es decirle «no» a la paz y «sí» a la confusión. De cierta forma, Babel es escupirle a Dios en la cara —sin darse cuenta— y seguir buscando sin cesar el caliz de vida eterna que hoy tanto nos prometen nuestros teléfonos y pantallas.
Gente ¿diferente?
Tercero, importante reconocer que el libro del Génesis no presenta la historia de Babel aislada de todo lo demás. Antes del capítulo once, están otros diez, y después del once, el doce, en donde se nos introduce a Abram, el decencendiente de Shem (que en hebreo, significa “nombre”). Abram, descendiente de Shem, es la respuesta de Dios ante el deseo autónomo de los magnates de Babel de hacerse un “nombre” para sí mismos. Los descendendientes de Shem son la historia de Babel, pero al revés. Dios le dijo a Abram:
Vete de tu país y de tu familia y de la casa de tu padre hacia la tierra que yo te mostraré. Yo haré de ti una gran nación, y yo te bendeciré y haré grande tu nombre, para que seas una bendición. . . .
De acuerdo al Génesis, el Altísimo tiene un plan distinto a las maquinaciones de Babel. Y es el plan de Dios, no el de Abram. “Yo te mostraré… Yo haré de ti… Yo te bendeciré y haré grande tu nombre”.
Yo, Yo, Yo vs. ladrillos, ladrillos, y más ladrillos vs. pantallas, pantallas y más pantallas...
Entre la confusión de idiomas y en medio del entretenimiento vacío de la hegemonía imperialista, Dios se fijó en un don-nadie, golpeado por 75 años, y en su viejita. El Eterno escogió a dos buenos-para-nada para hacer de ellos una bendición para todos los demás. No se valió el Altísimo de la astucia de los magnates de Babel. Todo lo contrario. Lo único que necesitó fue un vientre infértil con ovarios arrugados como pasas y dos corazones dispuestos a seguirlo.
Sin embargo, el desenlace de la historia de los descendientes de Abraham es conocida. Llamados a ser luz, vez, tras vez, tras vez, los israelitas rara vez fueron más que una copia reciclada de las demás naciones. Los israelitas siempre fueron los más grandes admiradores de sus vecinos soberanos, siempre queriendo ser como Egipto al sur, o como Babilonia al este. A los israelitas se les salían las babas por tener un ejército como el de los grandes imperios. Siempre quisieron robarse el show y construir altares, como en Babel, y vivir en lujos y placeres, como en Babilonia.
Pero nunca les cupo en la cabeza que fueron elegidos para servir y no para ser servidos. Y a la mayoría les resultó imposible aceptar que su verdadero rey llegaría a ser un rey sufriente, manso e inmolado.
Respondiendo hoy
Hoy, la iglesia de este rey no está lejos de seguir los mismos pasos, pues en nada somos inmunes a ser seducidos por el espíritu de Babel. Ese espíritu todavía nos habla al oído, con palabras dulces y sutiles. Como la serpiente, elegantemente nos presenta el mal disfrazado de bien, y nos esconde el bien a toda costa.
Talvez sea por eso que en las comunidades del Mesías crucificado caemos en la trampa de buscar el primer lugar, evitándonos a toda costa andar como él anduvo. Nos encanta construir nuestras ciudades y nuestras torres de marfil para seducir a los dioses, porque hoy, al inicio del tercer milenio, el que bajó del cielo nos parece aburrido: el Nazareno vivió sin iPod y creció sin Wii. No tiene mucho que ofrecer. Las sandalias polvorientas de Jesús ya pasaron de moda.
Mucho más interesante divertirnos y gastar el tiempo hasta la muerte jugando con las miles de “apps” del iPad Pro y del iPhone 13. Nos encanta estar envueltos por la gran nube celestial que se trasladó desde Babel a Babilonia hasta llegar a California. La nube esconde nuestras imperfecciones y nos alivia la ansiedad. La nube pone al mundo entero al cómodo alcance de nuestras manos.
Y así llegamos al presente, hoy que la tecnología ha dejado de ser nuestro siervo para convertirse en nuestro amo. En la nube no hay griego ni judío, gringo ni afgano, empleado ni desempleado, sino que todos somos uno: un único océano de unos y ceros flotando allá arriba, quién sabe dónde.
* * *
Sonarán sarcásticas, o algo cínicas, estas palabras. En parte lo son; así como fueron sarcásticas y satíricas también las palabras del narrador del Génesis.
Siempre fui partidario de tener el último juguete. Y muchas veces lo tuve. Pero hoy, por más que me asombra la tecnología, pasar horas en Internet no pareciera ayudar a combatir el aislamiento ni la ansiedad. La soledad me ha opacado el entusiasmo. Ya no soy tecnófilo: si bien la tecnología puede ser empleada para usos nobles, la historia de Babel nos invita a cuestionarnos si efectivamente todos los usos son nobles usos.
¿Pasamos más tiempo de cerca con personas y seres queridos? ¿Nos llevan las pantallas a caminar descalsos sobre el zacate o la arena —o a prestarle el mismo grado de atención a la hoja de un arbol que a un influencer en Instagram o en TikTok—?
Los autores bíblicos sostuvieron la convicción que en el Día Último el mismo Dios que confundió a Babel será el mismo Dios que nos llamará a cuentas. Seguramente se traerán a la memoria los cientos de horas que gastamos en el mundo virtual, haciéndonos ver que no fue por falta de tiempo que no doblamos rodillas y extendimos las manos hacia quienes más lo necesitan, y que no fue por falta de tiempo que no nos sumergimos en su presencia para luego hacer su voluntad.
Dicho lo cual, importante recalcar que la historia de Babel no se trata de un gran «no». Es, más bien, lo contrario: un recordatorio que la historia sería otra si Eva y Adám y las gentes de Babel hubieran escogido diferente. Con toda certeza se hubieran ahorrado el dolor de estómago que les vino al rato, después de haberse dejado hechizar por el placer inmediato escondido en la voz de la serpiente.
La historia de Babel es un «no» porque vivir como vivían en Babel es privarse del gran «sí»: vivir como en Babel es andar ansioso, buscando plenitud queriendo siempre atrapar la tierra y el cielo y todo lo que hay en ellos. Vivir como en Babel es privarse de saborear con todo gusto los mil y un frutos de los mil y un árboles que siempre fueron permitidos. Babel es el sustituto artifical compuesto de ladrillos y ladrillos que busca opacar el paraíso natural creado con árboles y árboles y ríos y ríos.
Pero como bien se dice, “el hubiera no existe”. Hoy lo que nos queda es el regalo del presente y la oportunidad de aprender de los errores del pasado, sabiendo que así como Babel, los demás imperios tienen sus días contados.
E importante, eso sí, recordar que el llamado de la comunidad de creyentes no es eliminar a los imperios pero, cuando sea necesario, resistirlos. Andando por el Camino alternativo, la vocación de quienes responden al llamado del Dios de los hebreos es lanzarse hacia el futuro buscando seguir siempre la voz del Invisible —ese Dios eccéntrico quien hace lo que es de las cosas que no son, y quien ve en Babel, en Babilonia y en California poco más que grandes pretensiones disfrazadas de nobles intenciones: nubes grandes, repletas de ilusiones—.
Nos espera el mundo real más allá de las pantallas.
Crédito de imagen: Getty Images
Eduardo Sasso es el autor de Remix de Cristo, un libro redescubriendo el mensaje de Jesús de Nazaret en el mundo de hoy.
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